El pasado 4 de septiembre se cumplieron 200 años desde que Simón Bolívar zarpó a bordo del bergantín Congreso, rumbo a la Gran Colombia, para nunca regresar. En la historia iberoamericana, Bolívar aparece invariablemente como el gran adalid de la independencia.
Se le honra denominando con su nombre plazas, ciudades, una república y hasta folclóricas religiones políticas contemporáneas. Sin embargo, un examen sereno y documentado revela que, en el caso peruano, la huella que dejó está atiborrada de felonías.
En sus cartas privadas y en su conducta política afloró un pensamiento marcadamente elitista y racista. A Francisco de Paula Santander le escribió en 1824: “Los quiteños y los peruanos son la misma cosa: viciosos hasta la infamia y bajos hasta el extremo. Los blancos tienen el carácter de los indios, y los indios son todos truchimanes, ladrones, embusteros, falsos, sin ningún principio moral que los guíe”.
Según el almirante norteamericano Hiram Paulding, que lo visitó en el Perú, Bolívar calificó a los peruanos de “cobardes” y afirmó que “como pueblo no tenían una sola virtud varonil”.
En 1824 restableció el tributo indígena, expropió las tierras comunales y abolió los cacicazgos, debilitando profundamente las redes ancestrales de protección.
La campaña libertadora tampoco fue un acto desinteresado. El Perú debió financiar cuantiosas erogaciones y asumir deudas con la Gran Colombia, Chile, Inglaterra, España y acreedores internos. El monto ascendió a 1,8 millones de libras esterlinas y 54 millones de pesos. En 1826, el Estado peruano cayó en moratoria y arrastró la bancarrota durante dos décadas.
Sus decisiones también nos supusieron inmensas pérdidas territoriales. Su egolatría y proyecto político impulsaron la creación de Bolivia en 1825, arrancando el Alto Perú de la jurisdicción limeña. Favoreció la anexión de Guayaquil a la Gran Colombia, privando al Perú de un enclave estratégico en el Pacífico. Asimismo, las pretensiones grancolombianas sobre Jaén y Maynas abrieron un ciclo de disputas fronterizas que se prolongaría por más de un siglo.
No en vano, el historiador Herbert Morote sentenció: “Bolívar sacrificó, expolió, engañó y cercenó al país a tal extremo que ninguna otra nación latinoamericana jamás llegó a pagar por su independencia lo que el Perú pagó por la suya”. Karl Marx, en su ensayo Bolívar y Ponte (1858), lo llamó “el Napoleón de las retiradas”. En carta posterior a Engels lo calificó como “el canalla más miserable y brutal”.
Bolívar, halagado hasta el extremo a su llegada al Perú en 1823, dejó el país tres años después, con una Constitución que lo declaraba presidente vitalicio, la cual sería derogada en apenas 49 días. En 1828, la Gran Colombia, de la que ejercía la Jefatura de Estado, le declaró la guerra al Perú exigiendo indemnización por la independencia, la entrega de Tumbes, Jaén y Maynas y la desocupación de Bolivia.
Por medio de las armas no tuvo éxito. La contundente respuesta peruana fue el bloqueo naval en el Pacífico desde Tumbes hasta Panamá, y el asedio y ocupación de Guayaquil; ambos hasta el día del armisticio.
Hoy, gobiernos y movimientos políticos mantienen un culto cuasi mesiánico en torno a su memoria, usándolo como herramienta ideológica. Pero quienes enarbolan banderas bolivarianas harían bien en abrir los ojos: Bolívar, en su relación con el Perú, dejó harto más sombras que luces. Fue un caudillo que despreció a los indígenas, hipotecó el futuro financiero del país y propició la amputación de gran parte de su territorio.
La historia no debe confundirse con el mito, ni el heroísmo retórico con la amarga realidad de su legado. Y acaso, dos siglos después, sigue flotando la incómoda pregunta: ¿Fue Bolívar el que jodió al Perú?
Por Alfonso Miranda