Día del Pescador, más allá del rito

Día del Pescador, más allá del rito

Por: Alfonso Miranda Eyzaguirre

Cada 29 de junio, como mañana, el Perú celebra con fervor el Día de San Pedro y —en honor a su oficio— el Día del Pescador. Esta fecha, profundamente simbólica, conjuga la devoción religiosa hacia el apóstol Simón Pedro —patrón de los hombres del mar— con el reconocimiento a los miles de peruanos que dedican su vida a la pesca artesanal e industrial.

En puertos como Paita, Sechura, Chimbote, Supe, Callao, Chorrillos, Pucusana, Pisco, Mollendo, Iquitos, Pucallpa, Puno y muchos más, la imagen reverenciada del santo es llevada en barcas decoradas que surcan las olas entre rezos y cánticos, en busca de protección y buen augurio.

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Sin embargo, más allá de la celebración colorida y espiritual, persiste una realidad menos visible: el sacrificio cotidiano del pescador. La fecha nos debiera invitar a preguntarnos si el país realmente valora a quienes, día tras día, enfrentan el océano para llevar alimento a millones de hogares y materia prima para una industria generadora de miles de empleos. Pero no basta con levantar altares ni engalanar embarcaciones. Hace falta una reivindicación concreta.

La historia también se entrelaza con esta conmemoración. El 29 de junio de 1823, José Olaya Balandra, humilde pescador de Chorrillos, fue ejecutado por los realistas tras negarse a traicionar a los patriotas. Su memoria, al igual que la de todos quienes desafían aguas saladas o dulces, reclama justicia y reconocimiento.

Hoy, más de 108 mil pescadores artesanales registrados (77 mil en el mar y 31 mil en aguas continentales), encaran retos abrumadores. Muchos trabajan sin seguro, sin acceso adecuado a salud ni pensiones, confrontan jornadas extenuantes y arriesgadas, con embarcaciones frágiles y en medio de aguas cada vez más impredecibles.

A esto se suman enemigos silenciosos pero letales: la contaminación proveniente de las ciudades —que parece no importarle a nadie—, la variabilidad del clima, el sobredimensionamiento de la flota, las trabas eternas que frustran la formalidad, los antagonistas de la actividad —que no son pocos— y la pesca ilegal.

Esta última incluye prácticas como el uso de dinamita o redes de arrastre y otros aparejos en zonas prohibidas, que destruyen ecosistemas y compiten de manera desleal con los pescadores formales o en vías de serlo. En diferentes regiones, algunas comunidades costeras han debido organizarse para patrullar sus propios territorios, exponiéndose incluso a amenazas y violencia.

Desafortunadamente, el respaldo estatal suele llegar tarde o es insuficiente. Las políticas públicas no se ajustan con la rapidez ni la profundidad necesarias. La fiscalización, aunque ha mejorado, sigue siendo débil en muchas zonas. Y, como si fuera poco, desde algunos sectores urbanos autodefinidos como proambientales, se señala a la pesca artesanal como un problema, sin distinguir entre los que destruyen el ecosistema y aquellos que lo protegen porque de él viven.

Este estigma revela una desconexión peligrosa entre la denominada justicia ecológica y la verdadera justicia social. El pescador artesanal o industrial no es enemigo de la conservación; es su primer aliado. Ya que nadie conoce mejor el mar, el río o el lago en el que laboran, los que extraen alimentos del medio acuático son los que más lo cuidan y quienes más pierden cuando se agota.

Por eso, este Día del Pescador debe ser más que celebración. Corresponde un llamado al Estado, y a la sociedad en conjunto, para reconocer y proteger a estos custodios de los mares. Como bien dice el refrán del pescador: “Las redes y las bodegas solo se llenan cuando se trabaja con fe”… Yo agrego: y, además, con justicia.

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